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Hay noticias que tienen aroma de tristeza, de sucesos grabados a fuego en la memoria de las personas que habitamos un mundo agridulce.
El terror ha perdido un adepto y la esperanza deja de ser lo penúltimo que se pierde para recuperar su lugar final.
Probablemente es peligroso sentir tanto delirio y alegría desmedida ante la muerte de un ser humano, pero es una euforia colectiva difícil de frenar e incluso comprensible. No es sencillo mantener la cautela, pero su desaparición sacia parte de una sed de venganza de miles de familias que sufrieron por su crueldad miserable.
Con él se acaba con un símbolo del miedo, pero no con el terrorismo que fundó, ni con el resto de seguidores que amenazan a los que entendemos la vida como una paz sin interrupciones ni excepciones.
Mi duda es la de todos, la de no comprender por qué el cadáver acaba en el fondo del mar. Damos por cierta su muerte, pero queda esa laguna informativa que no complace del todo.
Su tumba no será un lugar de peregrinaje, esperemos que su imagen no se convierta en la de un mártir.
Las vidas que arrebató a su paso sí sabemos dónde se quedaron, en las ruinas de un edificio, en las vías del tren.
Se quedaron en nuestras mentes, en el pensamiento que hoy ha regresado a todos nosotros mientras respiramos profundo, probablemente algo más tranquilos.
Con menos mala gente, incluso el aire es más respirable.