(foto:http://haciendofotos.com/)
Observo cuando el cielo se ilumina en la oscuridad mostrando el poder de sus rayos que asemejan raíces blancas que conectan con el suelo.
Cuento con calma los segundos en mi mente, 1, 2, 3... el tiempo que separa el fogonazo del ruido atronador o suave, dependiendo de la distancia de la tormenta.
Aspiro el olor a tierra mojada, a anuncio de lluvia, o a aguacero que empapa los sentidos mientras hace resonar las superficies sobre las que estrella sus gotas.
Me gusta el clima de tormenta, la tensa calma de sus instantes y la oscuridad quebrada por sus ataques.
Vivo con relajada intensidad sus sonidos, sus luces, su aroma.
Parece que el cielo se enfada y protesta sin que quizá le falte razón para hacerlo.
Madrid se duerme entre relámpagos y amanece mecido en los charcos de la calma que siempre llega, entre pequeñas gotas que se resisten todavía a dejarse caer otro día.
Prefiero la tormenta cuando descarga una aparente rabia contenida. Después todo es quietud, paz sin necesidad de treguas.
Me gusta ver la tormenta a través de la venta, disfrutar de su fiereza sabiendo que antes o después, sin importar lo que hayan dejado sus rayos, siempre llega un amanecer en el que escampa.