miércoles, 31 de diciembre de 2014

Las campanadas

Supo que eran los cuartos cuando ya llevaba tres uvas ingeridas y una masticada en la boca.

   - ¡Maldita sea, otra vez!

Nunca era capaz de hacerlo bien y acertar en esa tradición que tanto gustaba a mamá. Desde que ella no le ayudaba, se le terminaban las uvas antes de que el reloj diera todos los golpes de las señales horarias, o como en esta ocasión, se daba cuenta desde el principio de que tampoco había logrado cuadrarlo.
Se quitó de malas maneras la servilleta de papel que con cuidado se había metido por dentro del cuello de la camisa, y con la misma rabia lanzó el plato contra el suelo, haciendo rodar las ocho uvas restantes por el frío mármol.

   - Lo siento - dijo sumiso y con temor a una reprimenda. 

De rodillas en el suelo fue recogiendo una a una las pequeñas frutas esparcidas, utilizando la servilleta para limpiar las manchas y salpicaduras que habían provocado. Respiró aliviado, parecía que mamá no se había dado cuenta. 
Como de costumbre había separado con cuidado las veinticuatro uvas del racimo, le había quitado la piel y extraído las pipas, así que al recogerlas no eran más que una pegajosa y blanda carne con olor dulce.
Se quedó mirando a la televisión y a la gente que saltaba con una alegría desmedida. Odiaba esas muestras de felicidad, pero a la vez envidiaba saber lo que se sentía. Siempre allí encerrado, año tras año sin poder probar si era capaz de festejarlo como cualquier otro.
Pensaba que se le quitaría el miedo a tener que hacerse cargo de mamá, y aunque no sentía culpa, esa sensación no había desaparecido en los últimos diez años en los que se repetía lo mismo.

   - Es mejor que te acuestes temprano mamá, hoy sí me iré a celebrarlo.  

La expresión de su rostro cambió al sentirse contrariado, lanzó de nuevo el plato contra el suelo y dio un manotazo al que permanecía intacto en las manos de su madre. Un pequeño crujido acompañó al golpe seco y el hueso del dedo meñique se confundió entre las uvas que de nuevo habían dejado el piso manchado.

- Lo siento mamá, no quería hacerte daño. - le dijo sollozando mientras se sentaba en su huesudo regazo, acomodando su postura para no tropezar con el cuchillo que permanecía, desde esa misma hora, diez años clavado en su costado.