miércoles, 3 de noviembre de 2010

Érase una vez...


Había una vez, en un lugar muy muy lejano, dos hermanos mercaderes que eran conocidos en todo el reino y más allá de sus confines, por su codicia y su malvado comportamiento.
Poseían un fructífero negocio que les proporcionaba grandes cantidades de monedas de oro e innumerables caprichos. Se podían permitir las mejores telas para sus trajes, los carruajes más espaciosos y de caballos más veloces, además de palacios situados en los mejores emplazamientos.
Parte de su éxito se lo debían a los artesanos que trabajaban para ellos, que eran capaces, con mínimos recursos, de fabricar los más bellos productos y las joyas más deseadas para cualquier comprador.
Sin embargo, lejos de ser premiados por ello, trabajaban bajo amenazas y tratados con las peores formas, con humillaciones e insultos. Recibían tan sólo una pequeña parte de la riqueza que generaban, mientras que los malvados mercaderes se quedaban con la mayor parte para saciar su sed de oro.
Una mañana, acudió a uno de sus negocios un anciano que apenas tenía fuerzas para tenerse en pie, pero que deseaba comprar un nuevo traje.
Los artesanos le trataron con la mayor de las delicadezas y le diseñaron su nuevo vestuario a medida. Los mercaderes que andaban por allí, quisieron cobrarle el doble de lo establecido al ver que se trataba de un pobre viejo desvalido.
Pero las apariencias engañan, así que cuando el anciano sintió el embuste, un fogonazo de luz salió de su interior provocando una transformación total en su cuerpo. Se convirtió en un joven hechicero, que para sorpresa de todos, lanzó un conjuro contra los dos hermanos que les transformó por completo su voz.
Cada vez que abrían la boca para intentar hablar, salían de su interior ruidos atronadores, sapos y culebras.
A cambio, a los artesanos que tan bien le habían tratado, les cubrió de oro y con ello les pagó su libertad. Pudieron montar sus propios negocios además de quedarse con todos los clientes de los dos mercaderes, que perdieron toda su fortuna y jamás pudieron prosperar porque al intentar cerrar un trato, de su boca sólo salían esos sonidos desagradables y bichos.
Y así vivieron felices y comieron perdíces, porque toda actitud positiva y el trabajo bien hecho tiene un buen fin, mientras que a todo cerdo, siempre le llega su San Martín.
Colorín colorado...