jueves, 16 de junio de 2011

Aún creo en los duendes


Hace un tiempo comencé mi recorrido por un camino que atravesaba un bosque frondoso, repleto de grandes árboles que tocaban el cielo con sus ramas más altas. De riachuelos con reflejos de esperanzas y corrientes que mantenían las pesadas piedras en el fondo de su cauce.
Las flores de colores tenían todas espinas en sus tallos, pero eso no es importante. Las flores siempre deberían ser para aspirar su aroma y contemplar su belleza, pero nunca para arrancarlas.
Fue el momento en el que conocí a los duendes mágicos de los que tanto he hablado en otras ocasiones.
Unos seres especiales, luchando contra una enfermedad que sólo es apreciable para el que observa desde su interior y no desde sus ojos.
El bosque era suyo, no de los guardabosques ni de los financiadores de ese entorno.
Tan sólo los duendes son capaces de crear ese mundo, con sus sonrisas, sus saltos y sus ganas de seguir jugando.
Cuando describí a estos seres especiales, fueron muchos los que apuntaron que también eran suyos de ese modo. Se equivocaban. Los mundos mágicos no son iguales para todos los tipos de vista, cada mirada según el corazón de procedencia, tiene un prisma distinto.
Los duendes no son de nadie. Ni siquiera del que paga por mantener el agua limpia de sus riachuelos, ni quita el polvo del camino para que todo esté impoluto a los ojos del turista. Acicalar lo visible no es tan importante como quitar las malas hierbas.
Cuando ellos quieren se convierten en estatuas de piedra, no hay sonrisa ni mirada traviesa. Al visitante no le importa, le basta con ver un ser mágico para poder contarlo nada más dárse la vuelta.
A los financiadores del bosque sólo les importa cobrar la entrada y salir en primera plana.
Cuando las raíces se llenan de moho, no hay lavado de cara que pueda salvar un bosque. Tarde o temprano, las malas hierbas arrasan con los árboles y contaminan el agua. Ni siquiera los mejores conservacionistas son capaces de salvarlo con la buena energía de sus manos.
Dejé el camino y el bosque porque no creo en los negocios de beneficiencia, ni siquiera en la compatibilidad de esas dos palabras. Hacer el bien nunca puede ser un negocio, ni económico, ni de imagen personal.
Lamenté en un principio abandonar a los duendes y no seguir a su lado. Pero al instante, junto al eco de mis pasos, comencé a escuchar sus risitas traviesas resonando en mis bolsillos.
Me los llevé conmigo, porque son mágicos, porque aunque tú no puedas verlos, ellos siempre te van acompañando.

A los niños de oncología del Hospital Niño Jesús de Madrid