lunes, 24 de enero de 2011

Maestro de cinturón amarillo

(foto:kuksoolwonmadrideste.es)

Cuando eres pequeño hay veces que los padres te obligan a realizar diferentes actividades extraescolares que distan mucho de tus gustos y preferencias. La desventaja es que tienes que tragártelas hasta que el tiempo te de la razón, o al menos hagas méritos suficientes para que asi sea.
Aún recuerdo cuando mi madre entusiasmada decidió apuntarnos a mi hermana y a mí a clases de judo.
La primera impresión de aquel profesor, llamado maestro por los presentes, no pudo ser peor. Un ex militar enorme, gordo, con pelo cortado a cepillo y un aliento a carajillo que te hacía besar el tatami antes de la primera llave. Tenía una mano tan grande que el sopapo te lo daba por delante y por detrás al mismo tiempo, abarcaba tu cabeza entera y con el eco del que me daba a mí, tumbaba a mi hermana en el otro extremo de la clase.
Recuerdo esa sensación de contener la respiración cuando volaba por el aire hasta pegar con la espalda en el suelo y aguantar las lágrimas. Mi madre estaba pagando para que me dieran una paliza. Que digo yo, coño, no hubiera sido más fácil pagar a unos sicarios y hubieran hecho el trabajo más rápido.
Recuerdo a los compañeritos y compañeritas, sobre todo a una pedazo de bestiajo borreguera que me utilizaba de saco de arena para desahogar su ira contenida.
Al tiempo me enteré de que el cinturón amarillo era de una principiante, pero prefiero no imaginar cómo me las hubiera llevado cuando consiguió el negro.
Vale que me hubiera gustado ser Bruce Lee, pero el camino era demasiado sufrido para mi.
Así que si me asaltan por la calle quizá no sea capaz de poner la postura de la grulla y defenderme, pero al menos queda claro que voy a encajar los golpes como nadie y voy a rodar al caer al suelo al más puro estilo especialista de Hollywood.