miércoles, 12 de enero de 2011

Conversaciones atípicas

(foto:mundofotos.net)

Cada mañana, muy temprano, me encuentro delante del ordenador. Aclaro que no por placer, ya que de las 24 horas que tiene el día, escogería con gusto otra hora menos tortuosa para plantarme delante de la pantalla. Pero a la fuerza ahogan y a todo se termina acostumbrando uno.
Sin embargo, llego a pensar que los madrugones están empezando a afectarme algún nervio cognitivo, si es que existen tales terminaciones nerviosas, porque cada mañana me sorprendo con actitudes de lo más inesperadas.
Llevo dos días hablando con un moscardón. Sí, de los gordos negros con brillo verduzco en la zona dorsal que todos sabemos dónde suelen posarse habitualmente. Bueno, en realidad hablo yo. Es lógico, él está mosqueado (con perdón) y por eso no me dice ni media palabra.
Que conste que fue sin querer, pero la primera reacción cuando se me vino encima, de forma inesperada, ese objeto volador todavía sin identificar, fue sacudirle un manotazo. Ya le he pedido perdón unas  cuantas veces, pero no entra en razón.
Le abrí la ventana para indicarle la salida, pero es un poco resentido y le mueve la desconfianza.
Hoy por segundo día, me ha sorprendido encontrarle chocándose con insistencia contra un tubo de neón.
Chacho que te vas a quemar, le he dicho.
Obviamente no me ha contestado, sigue aún con la mosca detrás de la oreja. Así que ahí le he dejado estampándose un ratito.
Puedo coger un teléfono y hablar con alguien, pero cuántas personas hay que no tienen con quien intercambiar palabras y deben interactuar con lo que sea. No por ello son menos cuerdas.
Aquí sigo escribiendo y ahora mismo no sé siquiera por dónde anda. Es capaz de haberse ido sin despedirse.
Acaba de entrar una persona a la habitación en la que me encuentro y ha exclamado: mira dónde estabas.
No, no era por mí, se lo estaba diciendo al plumero.