Me dicen lo que debería decir y no lo digo.
La libertad del periodismo radica en la cabeza del informador que dice y en la capacidad del informado de comprender y no ofenderse o irritarse con lo dicho.
Soy un proscrito de las palabras porque no digo lo que el mejor postor desea.
Prefiero informar de lo que pasa y no en razón de lo que me pagan por hacerlo. Me resisto a hablar sólo de aquellos que compran la información con su dinero, aunque después me lleve los disparos por la espalda.
Se pierde el arte de la profesión cuando los sicarios de un nuevo periodismo secuestran las palabras para después degollarlas a sangre fría.
Me avergüenzo de los que pretenden adoctrinar a la sociedad a base de intereses económicos. De los que intentan poner su palabra por encima del resto para sacar provecho de la credulidad de la gente.
A veces me levanto con la sensación de pertenecer a la profesión equivocada y es el momento de lavarme la cara con agua fría y creer en el poder de las palabras.
Me siento al micrófono y doy los buenos días. Escucho aunque no recibo respuesta inmediata a mis palabras lanzadas. Prefiero pensar que se me escucha y que se agradece una imparcialidad desinteresada.
Es como un salto de Fé cada programa.
Soy consciente de que no es el estilo de un periodismo que se ha transformado en un triturador de basuras que escupe lo reciclado en billetes.
Sé que con cada sonrisa me juego el cuello porque irrito a los que mandan.
Lo sé, y no me importa saber dónde estaré mañana.