Hace unos días me crucé por la calle a un viejo amigo al que me sorprendió ver empujando un carrito de bebé con cara de entusiasmo. De antemano comento lo peligroso de la situación, ya que de primeras todos vamos sin prejuicios a asomarnos para observar a la criatura. Incluso yo dejo el sarcasmo aparcado por unos segundos en tales situaciones. Bueno, parcialmente.
Así que como es normal, puse un poquito cara de tonto y comencé la maniobra de aproximación mientras iniciaba un a ver esta cositaaaaaaaaaaaaaayyyaaaaaaaaaaaajoderha...yyyy que ver que majo está, que gordote... ¿gordote?, un cachalote recién nacido es gordote, este era el que se había comido al cachalote y al barco que lo había pescado.
Tengo el grave problema de no saber disimular y que se me note demasiado la cara de dentera y de asombro y susto a la vez.
Menos mal que no se parece a mí, me dijo el padre a modo de típico chiste fácil.
Yo en tu caso buscaría el culpable de los cuernos de tu mujer en el zoo, pensé mordiéndome la lengua.
No quiero ser cruel, es decir, más de lo que ya lo he sido, pero lo peor de estos caso no es que el niño sea más feo que un orco del Señor de los Anillos, sino lo falsos que somos, incluso cuando no es necesario.
Evidentemente nadie en su sano juicio va a dar un salto hacia atrás, lanzar un grito desgarrador y pedirle al padre entre sollozos ¡tápalo, tápalo por lo que más quieras!... pero ni tanto ni tan calvo.
Ni Miss Universo ha tenido jamás en una foto suya colgada en facebook un comentario parecido al que le hacían al padre en una foto que había colgado del niño. Amigos y familiares se deshacían en halagos y piropos en los que quedaba patente que ni ellos mismos terminaban de creerse.
Una cosa es ser cortés y otra muy diferente pasarse de hipócritas y pelotilleros.
Mentiras piadosas sí, pero sin cruzar la línea de ser más falsos que un billete de dos euros.