(foto: Nacho López Llandres)
Hay días que amanecen lluviosos y de un tono gris que opacan al resto de colores que componen los amaneceres.
El agua cae del cielo liviana y menuda, casi imperceptible. Lluvia fina que cala hasta los huesos del que sale de casa sin nada que cubra su cuerpo y su cabeza al haber perdido la costumbre por el largo tiempo de sequía.
El único color son las prendas de vestir olvidadas en cuerdas viejas de raíles oxidados. Pernoctaciones obligadas por la mala memoria del que las dejó allí colgadas.
Ventantas que se visten con improvisados adornos textiles de tamaños y formas distintas.
Los días de lluvia también tienen sus colores, basta con levantar la cabeza y ver más allá de los charcos irisados por la mezcla de agua y aceite de automóvil.
Observar los pequeños detalles nos saca de la simpleza, nos aporta un prisma totalmente diferente.