Admiro a las personas que dedican su vida a ayudar a los demás sin importarles las consecuencias o las cosas de su propia vida que puedan perderse por el camino.
A los médicos sin fronteras, voluntarios, cooperantes o misioneros, que recorren los lugares más castigados del planeta en cuanto a enfermedades y hambre se refiere, les presento mis respetos más profundos y sinceros por cada minuto que entregan de forma altruista.
Que nadie se confunda al leer esto, ya que no me refiero a petulantes o necesitados de reconocimiento público para sentirse mejor o creerse más importantes.
No estoy pensando en los que utilizan sus vacaciones para hacer una visita a algún país del tercer mundo, con la única finalidad de tener algo que contar a los demás y auto denominarse héroes, mientras cuelgan sus fotos en las redes sociales a la vista de todos.
No me refiero a los que para ayudarse a ellos mismos, intentan tapar sus desequilibrios emocionales formando parte de un grupo de voluntarios.
Mucho menos a los ricachones de cuna que utilizan la creación de una fundación o una ONG para blanquear su conciencia y su cuenta corriente.
No me gustan los niños de papá de vida resuelta, que declaran no querer reconocimiento, pero aparecen en todas las entrevistas de radio y televisión que pueden, renunciando con la boca pequeña a la santidad que se les atribuye, mientras aceptan un premio con la otra mano.
Hablo de personas que son raptadas en un país como Kenia. Dos médicos, españolas o de cualquier parte del mundo, que arriesgan el todo por el todo por algo en lo que muchas veces no pensamos los que cómodamente dormimos en grandes ciudades traga-almas.
Me refiero a la versión más positiva del ser humano. Esa que nos hace pensar, que a pesar de las circunstancias, no todo está maleado, perdido, ni mucho menos acabado.