(foto:Nacho López Llandres)
Miro fijamente una mancha en la pared.
Es un punto blanco, perfectamente visible a pesar de su pequeño tamaño.
A veces parece dividirse en dos.
Eso, o que de tanto mirarlo me pongo bizco.
El muro es amplio, pero únicamente me fijo en ese punto.
Irregularmente redondo. Agrietado. Rugoso.
Parece ser lo único que existe en la pared, en la habitación, en el mundo.
Absorto en su contemplación el resto de cuestiones pasan a un segundo plano y nada más parece estar presente.
Me he asustado al pensar que en mi fijación, el mundo entero podría haber desaparecido y tan sólo yo y ese punto en la pared quedamos en pie en el planeta.
He desviado la vista a la izquierda y he visto otro punto menor.
Debajo una linea, otro punto dos centímetros más arriba.
He descubierto que el muro está lleno de manchas e imperfeccíones.
Me he dado cuenta de que mientras sólo fijaba mi vista en un punto, me estaba perdiendo una amplia pared repleta de muchos de ellos.
He unido los puntos. Es una cara sonriente con una flor de colores.