(Foto:eldeportedeestudiar.blogspot.com)
Cada comienzo de año es un carrusel de buenas intenciones que con frecuencia acaban en nada, se pierden en un saco roto descosido por la pereza y por la apatía que la rutina convierte en frecuencia.
Los cristales de la ventana parecen proteger del mundo exterior, del frío y de la lluvia, pero la fragilidad es una realidad cuando aparecen las primeras grietas del vidrio. Entonces la valentía se convierte en dudas, y las ganas de luchar por los objetivos se transforman en deseos aparcados para un más adelante que probablemente nunca llegue.
Los buenos propósitos son las típicas palabrerías que plagan cada primer mes de cada año. Algunos cambian, van mudando la piel según la edad del que se lo propone, pero en esencia son las mismas añoranzas acumuladas de otros tiempos incatalogables como mejores o peores, sólo anteriores.
El gordo quiere estar flaco, el pobre salir del pozo, el solitario ser más sociable y el infeliz al que nada le satisface, lo quiere todo porque olvidó qué es lo que realmente le falta.
La vida pasa y la eternidad es el eco de nuestras acciones.
No creo en los propósitos de enmienda, ni en los que buscan enmendar los agüjeros de otros.
Cada uno es responsable de sus palabras y sus actos, aunque muchos olviden que la vida es un folio en blanco y siempre llega el día en el que se ven los renglones torcidos, o si la caligrafía era perfecta.
De niño me enseñaron a dibujar líneas con la regla en un papel en blanco, un entrenamiento para conseguir escribir sin torcerme, aunque nunca está de más pasarse la línea o saltarse algún párrafo.
Si esperas a que los logros lleguen solos, de nuevo tendrás que conformarte sin recoger la cosecha este año.
Por el contrario, si tus propósitos no están marcados, sino escritos en un destino incierto y complicado, lucha, ríe, vive, porque este puede ser tu año.