Desde hace bastantes años vive escondida en mi terraza una rana diminuta, de color verde intenso y unos ojos fijos y redondos.
Sale sólo cuando llueve.
Se deja empapar por las gotas como si recuperara de esa forma su energía, entornando los ojos y permitiendo que resbale sobre su piel el agua fresca que le brinda el cielo.
Hemos intercambiado miradas que son más que suficientes para hacerse mutuamente compañía, fomentar un respeto mutuo y entender una peculiar convivencia.
Le he contado cosas que nadie más sabe ni sabría, porque es la única que aparece cuando arrecia más la lluvia y la tormenta aparece con más fuerza que nunca.
Su presencia me tranquiliza y me da calma cuando es más necesaria y los truenos parece que van a derrumbar el mundo.
Lo cierto es que nadie más es capaz de ver mi rana verde a través de la ventana. Pero está ahí, para aconsejarme y orientarme cuando más agua cae y se complica ver el camino.
Como me dijo ella un día, cuando hay sol y buen tiempo, cualquiera es capaz de salir a la calle. Lo difícil es hacerlo cuando el momento es gris y frío, la lluvia empapa el alma, y aguantar el chaparrón depende sólo de nosotros.
Los que no la ven es porque no saben mirar bien el reflejo de los cristales, porque esa rana, soy yo mismo.
Los que no la ven es porque no saben mirar bien el reflejo de los cristales, porque esa rana, soy yo mismo.